miércoles, 3 de abril de 2024

ARTE Y FEMINISMO

 

Andrea Giunta: “El arte no es adoctrinar”

  • La ensayista adelanta debates abordados en su nuevo libro, sobre la diversidad en Latinoamérica: sexualidad, género y racismo, en el prisma del arte. Un fragmento del libro.
  • Un paseo por la muestra de Rosana Paulino, en el Malba.


Si en Feminismo y arte latinoamericano (2018), Andrea Giunta se había actualizado con las estadísticas de artistas borradas de la historia, al calor del fenómeno del #MeToo, el panorama en el cruce de arte y género se le ofrece hoy de un modo diferente. Pasó la marea verde, las cosas cambiaron un poco aunque no tanto, y lo que emerge ahora es un magma de nuevas preguntas, atravesadas por las modas de las bienales y museos, que se asumen yendo a los orígenes.

En abril estará en librerías Diversidad y arte latinoamericano. Historias de artistas que rompieron el techo de cristal, que amplía el abanico. De hecho, ilustra su cubierta una obra de la feminista histórica Mónica Mayer. A ella también Giunta le dedica un capítulo, junto a un grupo de artistas que ponen en juego otras diversidades, en términos raciales, sexuales, de identidad de género, que comienzan a despejar un camino sinuoso. De la sexualidad fluida gay en la obra de Carlos Motta, cruzando culpa y religión; las experiencias inmersivas de la uruguaya Pau Delgado Iglesias con personas ciegas; la teoría de los afectos alrededor de Cristina Schiavi; la centenaria argentina Ides Kihlen, quien transita cierta celebridad sin que se haya problematizado su historia desde una perspectiva de género; o la extraordinaria Rosana Paulino, la primera mujer afrobrasileña en obtener un doctorado en la Universidad de San Pablo, y cuya muestra antológica en Malba es la primera en este museo de arte latinoamericano dedicada a una artista que se autodefine negra. En sociedad con el curador Igor Simões, ella es co-curadora de Amefricana, un título que resalta la negritud del continente, y llevó a izar una bandera que transforma simbólicamente el espacio, mientras dure la exposición, en una Nación Pretuguesa (por el modo en que los negros hablan el portugués y aluden a preto, oscuro).

“El arte permite abordar estos borramientos, los formatos que la sociedad tiene para invisibilizar las cosas que no puede o no quiere ver”, señala Giunta en conversación con Ñ. Nuestro diálogo fue recién finalizado el montaje.

En tu libro hablás de olas de interés, y me preguntaba en qué medida el contexto influyó en tu investigación.

–En el libro planteo una cronología de las exposiciones que da cuenta del giro museográfico y curatorial que se ha producido hace poco, sobre todo en Brasil. Quise marcar que las cosas no suceden de un día para el otro. Fueron decisiones curatoriales para hacer visible la presencia negra en un país donde el 58% de la población es afrodescendiente. Ese es un problema de contexto. Después de la exposición Mujeres radicales surgió María Auxiliadora, una artista primitiva naif, que luego expone en el MASP. En esa época no había artistas negras que participaran del circuito del arte, que es un mundo blanco que ha construido una historia del arte a partir de la presencia blanca. Y la prueba de que había en Brasil artistas negros está en todas las compras que hace para la Pinacoteca de San Pablo Emanoel Araújo, quien después funda el Museo Afro Brasil.

–Estas diversidades capturan el interés de circuitos de bienales. ¿Qué te sugiere esta moda?

–Ahora todo es mostrar el arte de los grupos indígenas, pero ¿quién realmente empezó a hacer esos giros? Son parte del contexto nuevo y, en ese sentido, también hay que volver visible la hipocresía del mundo del arte en distintas coyunturas. Podría decir que desde los años 20, con el indigenismo y claramente en torno al quinto centenario, los artistas tenían su presentación pero quedaban luego olvidados. O era en un sentido etnográfico. Hoy los artistas crean obras maravillosas pero que no están trabajando dentro del mundo del arte, por lo tanto no manejan sus claves. Y artistas indígenas con una clara agenda política. El asunto es cómo se sitúan las instituciones ante esas cuestiones. No en todos los casos es tan claro: la institución absorbe y domestica aún cuando se quiere mostrar innovadora y transgresora.


¿Cómo plantearías la diferencia entre diversidad y relativismo? Porque pareciera que se disolvió el canon y cabe todo...

–Es una pregunta muy difícil, porque sobre todo en el arte contemporáneo no existe un patrón absoluto de calidad. En el pasado estaban el oficio y las tradiciones pero hoy las bienales vienen a mezclar todo. Cuando ves la obra de un artista que está exponiendo e innovando, activamente interviniendo, eso permite una visibilización más amplia, y te dan muchos más parámetros. Pero en relación con la calidad y el canon, nada es permanente.

–¿Cuáles son tus criterios para discernir?

–Por ejemplo, vi en directo las esculturas de las Isídrez, madre e hija, ceramistas de Paraguay, y son impactantes. Piezas de gran tamaño con un imaginario que se sale del molde de la artesanía indígena. Fueron mostradas en la Documenta de Kassel y desaparecieron. Me pregunto: ¿qué es lo que podemos rescatar? Porque hay un sentimiento de admiración cuando veo esas piezas; ellas no trabajan dentro del mundo del arte de la Academia sino del mundo del arte que viene. ¿Cómo se establece el valor? ¿a través del concepto kantiano de belleza? ¿O bien mediante el concepto sociológico de Pierre Bourdieu, es decir, que hay críticos e instituciones que le reconocen el valor? Yo trabajo con objetos del mundo del arte, pero busco dejar esas preguntas abiertas. La nueva ola de interés por el arte indígena está funcionando en modo (de explotación) extractivista.

¿Estas complejidades exigen más atención del público?

–La gente, cuando entra a un museo, le cree a la institución; asume que todo lo que está ahí adentro es arte. Tiene un gran poder. Para el público es enriquecedor saber, por ejemplo, que un artista yanomani –que antes no era artista– hace una obra abstractizante que se puede pensar en diálogo con Paul Klee o Xul Solar. Y puede formular preguntas. Porque hoy el museo te ofrece espejos invertidos: a Xul Solar, que vio el arte prehispánico en Europa, junto a artistas vivos haciendo obra contemporánea pero que entienden cabalmente qué cosa es una bienal y llegan al activismo, como Jaider Esbell, el artista amazónico. Así, existen muchas tensiones; yo busco poner énfasis en que las cosas no son tan claras, sino que hay conflictos.

–¿A eso te referís cuando hablás de activismo curatorial?

–Es un término de una colega que trabaja en feminismo, pero me parece que está bueno. Porque no soy una curadora, más bien una investigadora que a veces curo, porque la eficacia que tiene una exposición es completamente diferente de aquella que tiene un libro. Ver las obras en el espacio produce emoción, irritación. Activismo cultural implica contradecir el mundo del arte con propuestas y decisiones menos mainstream. Significa que a través de una exposición se transforman cosas de una manera más efectiva.

-¿Podés decir que la retrospectiva de León Ferrari fue el ejemplo más acabado del activismo curatorial?

-León era un activista, siempre lo fue. Cuando uno quiere transformar algo, involucra un nivel de activismo porque su éxito se mide a través de la eficacia. Cuando lográs transformar algo, más eficaz que eso, imposible. Pero no es el activismo como se entiende generalmente, ni necesariamente en la escena urbana. Hay otras formas de activismo relacionadas con introducir conceptos.

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