domingo, 3 de enero de 2021

UNA GRAN DAMA DE LA PINTURA GALLEGA

 


JULIA MINGUILLÓN





Una de las escasísimas artistas gallegas que consiguió verdadera resonancia nacional, puesto que también es una de las muy pocas mujeres españolas que logró primera medalla en la Nacional de Bellas Artes, galardón al que aspiraban todos los plásticos a lo largo del siglo que duraron estos certámenes. 

Fue la mayor de cuatro hermanos, dos de ellos fallecidos prematuramente. Ella misma no llegó a cumplir los 60 años. Transcurrió su infancia en Villanueva de Lorenzana, donde su padre era farmacéutico. A los nueve años va a Burgos, donde empieza a dibujar y a pintar. Los familiares con los que reside se trasladan a Valladolid cuando la niña tiene once años. Allí dibujará con su primer profesor, José Castrocires. 

Regresa a Lugo en 1923, participa en actividades artísticas y es becada por la Diputación provincial, para cursar estudios en la Escuela de San Fernando. Profesores como Manuel Benedito, Moreno Carbonero y Adsuara tendrán gran influencia en su estética. 

Julia Minguillón participa por primera vez en una exposición en 1933, con un retrato, género que cultivó con cierta asiduidad y en el que fue muy desigual, puesto que realizó no pocos de encargo, para una burguesía a la que tenía que halagar. Concurre a la Nacional de Bellas Artes al año siguiente, con una composición religiosa, que es elogiada por Zuloaga, y gana tercera medalla. El cuadro, titulado «Jesús con Marta y María», viaja a Estados Unidos y es expuesto en diversas ciudades. 

Llega la guerra civil y Julia regresa a Lorenzana, donde permanece hasta diciembre de 1939, fecha en la que contrae matrimonio con el periodista y escritor Francisco Leal Insula, buen poeta y entusiasta de la pintura como demostró en sus etapas de director de Faro de Vigo y de la revista Mundo Hispánico. Más de una vez Julia retratará a su marido, que figura en la composición «Mi familia», muy amada por la artista y que hoy está en el Museo de Lugo, como su obra más querida y de mayor galardón, «La Escuela de Doloriñas». Ese cuadro o escena familiar no es, sin embargo, su pintura más representativa. «La Escuela», sencilla, tierna, magníficamente compuesta, con estructura en diagonales, que equilibra el conjunto de figuras, consigue la primera medalla en la Nacional de Bellas Artes de 1941. El cuadro salta las fronteras de aquella Europa en guerra y se expone en Berlín y en la Bienal de Venecia, en 1942. 

Su primera gran exposición personal -y realizó poquísimas a lo largo de su vida: solamente tres o cuatro- se inagura en Madrid en 1945. Prosigue su intensa actividad, y en 1948 gana el premio del Círculo de Bellas Artes y es objeto de un homenaje al que asisten gallegos ilustres, como Castro Gil, Prieto Nespereira, Risco y García Martí. 

En 1949 se traslada a Vigo, ya que Francisco Leal, su marido, ha sido nombrado director del diario Faro de Vigo. Es elegida correspondiente de la Real Academia Gallega. Un año más tarde es jurado de la Nacional de Bellas Artes. 

Viaja a París en 1952 y en 1953. Realiza exposiciones en Vigo y en Madrid y hace numerosos retratos, alguno de ellos notables, como el de su paisano el escritor Francisco Fernández del Riego, con evidente influencia de Vázquez Díaz, a quien sin duda y a distancia, admira, aunque su línea es más amable y su colorido más suave que el del extraordinario onubense. 

A Suramérica va en 1958. Vuelve a Madrid, donde reside desde 1961 hasta su muerte. Participa en numerosas muestras colectivas, a las que siempre prestó su concurso. Julia desea alcanzar la Medalla de honor de la Nacional de Bellas Artes, pero se frustran sus aspiraciones. 

Intermitentemente, y mientras sus fuerzas se lo permiten, continúa pintado hasta su fallecimiento, el 20 de agosto de 1965. 

La obra de Julia Minguillón figura en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, en todos los de Galicia y en numerosos de provincias en España y en el extranjero. Una amplia y excelente representación, con la obra que le dio la primera medalla, la posee el Museo provincial de Lugo. 

Hay diferentes etapas y estilos en la obra de esta artista. Retratos, composiciones de figuras, bodegones y paisajes. Probablemente lo mejor son sus paisajes, género que cultivó tardíamente, pero en el que se expresó con la máxima libertad, sin las limitaciones de sus composiciones de figuras, donde hay un excesivo almibaramiento, aunque siempre el dibujo es irreprochable, con alardes de escorzos y cierta tendencia a un decadentismo casi de ballet. 

Entre los retratos los hay excelentes, claro está; aquéllos que no entrañaban el compromiso, digamos áulico, sino que eran de amigos cuya personalidad queda patente en la pintura. 

Julia Minguillón poseía una técnica correcta y una paleta caliente y bien entonada. Sus rincones de Galicia, campo, montaña, vida rural, tienen esa sencillez e impronta de lo sentido, de lo auténtico, en verdad emocionantes, con modos impresionistas. La pincelada es larga, tendida, con veladuras efectistas de gran belleza. Cuando se libera del academicismo en que militó casi siempre, es una pintora incluso emocionante.



La Escuela de Doloriñas



Este monumental cuadro, de casi cinco metros cuadrados, fue elegido entre medio millar de obras como el ganador del Premio Nacional de Bellas Artes y, según recoge la crítica, «gustó a Capulettos y a Montescos». Tras un periplo por salas europeas, españolas y americanas, este cuadro permaneció en Sevilla hasta 1962, año en que se trasladó al Museo Provincial de Lugo.

Representa a la maestra Dolores Chaves (Doloriñas) en su tarea docente, rodeada de una docena de alumnos de la Galicia rural de diferentes edades. Es un espacio de reducidas dimensiones; al fondo, una ventana deja vislumbrar los montes circundantes de la aldea de Vilapol. El paisaje modulado en tres gamas tonales acusa el lirismo inherente a los paisajes de Minguillón, muy imbuído de saudade o pura melancolía.

De ambiciosa combinación en aspa, grupos de figuras se articulan en triángulos en torno a la maestra, y un alumno de pie equilibra la composición. Están retratados desde un punto de vista elevado, y la definición del espacio roza la genialidad, ya que lo construye con unas líneas básicas, casi imperceptibles, y en un alarde técnico lo articula recogiendo los infinitos matices de un solo color, el color de la tierra. Minguillón apuesta por enfatizar la realidad por la austeridad, tanto en el soporte (pintado directamente sobre unas sencillas tablas contrachapadas), como por la gama cromática elegida (más o menos monocroma a base de tierras, grises cenicientos y verdes), con una pincelada muy poco empastada que deja vislumbrar con alguna tosquedad las vetas de la madera. Con un dibujo casi insuperable, la luz modela un conjunto exquisito de retratos individuales dándoles una corporeidad escultórica en manos y cabezas. No por ello pierden un ápice de delicadeza.

Cuentan los habitantes del lugar que, en el otoño de 1940, Julia Minguillón descubrió durante un paseo la escena escolar y quedó maravillada. Con los sentimientos a flor de piel, ya que acababa de perder a su primer y único hijo, comenzó la obra en la propia escuela, que concluiría el año siguiente en su estudio. Aquellos niños de entonces recuerdan que por cada sesión de posado Julia les daba tres galletas, que en aquellos tiempos de escasez se daban por bien pagados. Aunque era una escuela de pago, en la que se cobraba una peseta al mes, se podía pagar en especie como leña, patatas, bollos de pan o, incluso, en trabajo (algunos padres cosechaban para la maestra).

Hay que resaltar el valor etnográfico de la escena, ya que es uno de los escasos vestigios de las escuelas típicas «de ferrado» así denominadas porque en origen se pagaba un ferrado anual de centeno, maíz o trigo por la escolarización de cada niño.

Y aunque se critica la falta de autenticidad de la escena, ya que aparecen vestidos con las mejores indumentarias que su modestia permitía, en absoluto es una escena idealizada, sino que destila una profunda emoción y una acendrada humanidad, conseguida por esa austeridad exacerbada, casi ascética, que desborda el naturalismo y transmite una intensa carga de sentimientos. Los zuecos embarrados de los pequeños conmueven hondamente la entraña del espectador.

Pasarán décadas y décadas, los críticos desaparecerán y los pintores hoy en boga serán olvidados, pero Doloriñas y sus rapaciños de Lourenzá, su amada aldea lucense, seguirán vivos. Generaciones futuras seguirán contemplando la escena de la modesta escuela con la misma emoción con la que fue pintada.

Julia Minguillón, artista inconmensurable, les concedió la inmortalidad, el don más genuino y auténtico de la obra de arte, convirtiendo Escola de Doloriñas en una obra eterna e intemporal que formará parte del patrimonio artístico y etnográfico de Galicia por los siglos de los siglos.


ALGUNAS DE SUS OBRAS


















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